Para no Dormir la Siesta: 03/26

miércoles

BOTO AL DEVOTO: la necesaria reflexión a destiempo

Nada más ensordecedor que el silencio de los carteles de una campaña electoral. Rostros casi perfectos de una clase de humanos autodefinidos como sensibles ante la problemática de la miseria. No existe mejor alianza medial que una pulcra gigantografía de colores sociológicamente estudiados, maquillaje imperceptible y gestos de sanidad y buenaventura sobre una casita hecha de parches, con ventanas sin cristales y con vista a un arenal. Esa es una coalición consumada que vocifera y chilla, imposibilitando escuchar los mensajes velados de una cancioncita exitista que promueve, con melodía cliché, la ignorancia llena de esperanzas plásticas y la prolongación del poder de los elegidos a papel.
El descarte es por obviedad. Ante el analfabetismo cultural-identitario y la manipulación histórica; los bellos tienen ventajas ante los feos, los rubios ante los cabezas negras, la retórica ante la coherencia y la promesa ante la idea. Desde la parsimonia estudiada de las estrategias electorales no es tan difícil observar la desesperación por el voto; papelito mágico que resume la participación ciudadana, única expresión malentendida de una democracia malintencionada.
Más allá de la legitimación casi universal del acto de sumar y restar votos, en Chile se produce una exacerbación enfermiza. En este país nos enseñaron que una rayita trazada con lápiz de grafito resume todas las broncas y los anhelos ciudadanos. Con apenas una muesca dibujada, la masa etérea y sobreexcitada, delega el poder político y la responsabilidad -sin derecho a devolución- al grupo minoritario de habitantes autodefinidos como dirigentes y caudillos. La clase política se constituye, no como los guardianes de los requerimientos colectivos, sino como los celosos administradores de los verdaderos gobernantes. La clase política se intercambia las dádivas que reparten los que tienen el poder económico, una especie casi extraterrena que definen los sueños colectivos y prefabricados además de las directrices continentales para que todos los prescindibles vivan su alegría hedonista y participen de una existencia pragmática y feliz. Todos nosotros; para los que el poder es virtual (apenas un puñado de varios millones de mujeres y hombres), nos constituimos como los actores secundarios y extras de una saga extraña, carnavalesca y oscura; con un guión inamovible e incuestionable.
Después de 1989, definitivamente, algo no cuajó. La mediocre y todopoderosa mass media miliquera fue arrollada, simplemente arrasada, por un lenguaje fiestero-mediático. El panfleto audaz y anónimo, el papelógrafo callejero, el boleto de micro que ocultaba las cuentas políticas se licuaron para mutar en un voto esquizofrénico que pretendía definir un antes y un después, un impune borrón y cuenta nueva. De las urnas emergió el antídoto de siete colores que fue irrigado con la venia eclesiástica y el salvoconducto de las transnacionales. Un generoso número de los autodenominados “conscientes” agarraron sus pilchas colorinches y se sumaron al jolgorio susurrándole al oído, a los recién estrenados concertacionistas, sus dones y gracias. Los pajarones se amurraron y se fueron para su casa. Los menos apretaron los dientes, se trataron de reagrupar mientras observaban como ese Pueblo; el que vencía en las canciones y en los mitos, ensanchaba las grandes alamedas poniéndose a la fila para recibir sus tarjetas de créditos y sus deudas de consumo de por vida.
Vamos para treinta años de modernidad e ignorancia; somos una masa ¿ciudadana? Leve y emborrachada. Eso sí, nos ganamos el derecho a la displicencia, a la cabronería doméstica y al pragmatismo de la existencia lineal y predecible. El contrato que firmamos es sencillo e irreversible: podremos oler el desarrollo y sentirnos pobladores del mundo, consumiendo tecnología desfasada, con amplios salvoconductos para vitrinear absolutamente todo el embrutecimiento manufacturado y, eventualmente, adquirir alguna chuchería disfrazada de elemento imprescindible. A cambio metimos en un tambor con agua -hasta el ahogamiento- a las organizaciones sindicales, movimientos sociales de base, el desarrollo educacional para la vida y la identidad que define nuestra pertenencia. Asumimos con responsabilidad la tarea colonialista de continuar desplazando a las comunidades originarias. Nuestra cultura se polarizó: lo aceptado y respetado es parecer gringo anglosajón, postmoderno, exitoso y políticamente correcto (entiéndase descomprometido y muñequero). Lo repudiado y vilipendiado es ser apachamamado o amapuchado, creyente de los procesos sociales y políticamente comprometido (entiéndase como la coherencia entre la acción y el discurso).
La generación mutilada, la que fue arrasada en el setenta y tres, no tiene vuelta, no aprendió, el golpe fue directo a su cabeza; quedaron tontos de verdad o las vivencias se les escaparon por la boca pudriéndoseles a los pies. Es una generación que conoce lo que paso, lo que pudo ser y no fue y se queda inerte frente a la depredación que los carcome.
La generación desperdiciada, la que fue procreada en los toques de queda y creció escuchando la segunda estrofa de la canción nacional, se llenó de desconfianza. Fue pasto del modelo en toda su expresión o se convirtió en material útil de grandes causas convertidas en frasecitas combativas y de la incapacidad histórica que derivó en cobardía y acomodamiento.
La generación que entiende la mutilación nacional como un dato histórico absolutamente desconectado de la memoria colectiva, es la generación que podría tener alguna injerencia en los imprescindibles cambios futuros; una descendencia que es acusada de lesa e individualista pero que tiene algo a favor, por intuición más que por conocimiento desconfía de la clase política; casta constituida –hoy- por los que hicieron fracasar con su desenfreno irresponsable el proyecto popular en la década de los setenta, y cuyo recambio es de peor calaña: son los que conocieron la lucha de resistencia en forma periférica y promueven el estatus a través de un discurso socialmente renovado; revuelven los procesos desde el marco legal y acusan de irresponsables y exaltados a los que se movilizan y develan las contradicciones de esta democracia; castigando al trabajador comprometido a la muerte sociolaboral, castigando al ciudadano que denuncia con la censura y la ridiculez. Ejemplos sobran: quién presiona por el derecho a la vivienda se les “marca” para negárseles el subsidio, quién se sindicaliza queda sin trabajo, quién no se suma a la mafia de los empleos públicos y los cargos políticos es condenado a sobrevivir en el borde del sistema.
La generación que repudia lo que ve, debe reentender el contexto nacional, debe sacudirse toda la información que ha recibido hasta ahora y volver a mirar. Requiere desinfectarse de la cultura impuesta; despreciar las recetas, las orgánicas y los modelos de los que se autodefinen revolucionarios y convierten su quehacer en rutinas religiosas y patéticas. Esta generación tiene que aprender a no convertir sus logros y héroes en epopeyas y seres míticos. No debe cometer el error de transformar a sus muertos en postales de lástima ni sus dolores en canciones lastimosas que se integran al cotidiano nacional perdiendo su sentido al pasar a ser piezas del turismo político. Esta generación debe poner el contador en cero. No debe ser devoto del voto como expresión máxima de lo que consideramos vivir en democracia (es decir, sobrevivir en la no participación).
Hay que reconstituirse desde la verdadera autogestión, asumirnos como nación en una dimensión real no narcisista. Que el resultado de tanta política social licitada no signifique acabar con la miseria económica a costo de incrementar la miseria humana; indigencia que vive cómodamente en una casita patronal ecológica o en una casucha con parabólica y adornada con carteles electorales que llamen a la libertad y al progreso... da igual.